Un hijo de puta orgullo
A
veces empiezo a revolcar todos los rincones de mi memoria buscando
momentos, tratando de encontrar nitidez y regocijo, el regocijo que
tenía cuando ocurrieron dichos momentos, cuando no era más que un
niño medio inútil e ignorante, ciego del mundo, de la vida, del
inevitable ruido, de la eterna frialdad y de la imparable
consecuencia funesta de vivir.
Revuelco
todo, pero es como revolcar un espeso humo, esfuerzo los ojos, la
memoria, pero solo me atraganto, me hago tonto y pierdo la paz y
siento entonces el agobiante tamaño de los años, de la memoria
pesada y lenta, del mastodóntico cúmulo de instantes vividos y
desperdiciados hacia el fin de la vida.
Me
canso, paro y me dejo caer al suelo y miro el desorden que he
causado. Y veo solo pequeños fragmentos de todos esos recuerdos que
son como pedazos de hojas arrancadas a un libro viejo y grueso. Y no
dicen nada, son trozos sin sentido, inconexos, no representan nada,
son como pequeñas partes de una magnífica pintura destrozada por el
clima o por los vándalos minutos que amontonamos mientras
respiramos.
Y
me quedo allí, solo, mirando el desastre, y el silencio es grande y
me arropa y sólo es incomodado a veces por la constante actividad de
recordar. Y puedo estar allí por siempre, buscando algo que ya no
está, o que por ahora no se deja encontrar, porque mi memoria es
mala o porque los caprichosos sentimientos ocultan todos los
recuerdos mientras me miran y se ríen desde lejos.
Y
la tristeza se apodera de mi alma. La invade como cuando respiro en
una mañana fría y el aire se mete en los pulmones, hiere y
despierta todo adentro. Y es inmensa e indiferente. Pero surge
entonces un maldito entrometido. Aquel que puede arruinar todo: el
orgullo. Y le hace frente a la tristeza y me hace mover y me hace ser
arrogante y terco y hasta estúpido. El orgullo no me deja estar
aquí, me saca de la placentera tristeza. Me hace gritar y la rabia
se apodera de la razón y la tristeza sigue ahí pero ahora se mezcla
y se confunde con el orgullo, con la rabia y con una ceguera idiota
que no me deja ver nada más allá que mi vida como una desértica
montaña limpia, vacía de toda vegetación, pero inamovible, estando
allí sola, quieta, terca y orgullosa para siempre.
Abandono
aquel lugar desordenado para seguir respirando, para seguir viviendo,
porque el hijo de puta orgullo se impone, y con lágrimas en los ojos
por no haber encontrado el regocijo decido seguir adelante; sin
cambiar, con la certeza de poder mantener mis decisiones, así el
mundo me abandone por tomarlas; pero firme y adolorido, con la
posibilidad de caer y volver a ponerme en pie así todo cause
fastidio, asco y dolor, el maldito orgullo me hace seguir, así mi
vida se resuma en fracasar cada vez más estruendosamente para volver
intentarlo, así muera fracasando e intentado.
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