Un don nadie

El chocolate siempre será bueno, a pesar de que tenía sed y deseaba fervientemente un jugo o una gaseosa, siempre termino inclinándome por el chocolate, además el sitio es magnífico, es como un refugio, una tradición y un baúl de recuerdos, desde pequeño lo conozco, y he visto sus cambios a través del tiempo, bueno, algunos cambios, el sitio me lleva una buena cantidad de años.

Llegué, el sitio estaba lleno, por suerte habían un par de mesas aún, se demoraron algunos minutos en atenderme, pero bueno, el chocolate lo amerita. Pedí el chocolate y mientras lo consumía una oleada de recuerdos me invadían y una sonrisa medio idiota se me dibujaba en la cara, «estos son los pequeños fragmentos de felicidad que podemos fabricarnos» pensé mientras iba agotando la bebida.

Luego salí, caminaba hacia el sur por la acera oriental de la carrera séptima hacia la calle 19, en la otra acera un señor que no logre ver bien, hablaba por un megáfono, gritaba arengas a favor del alcalde y de su situación, a pocos metros una docena de policías antidisturbios estaban apoyados en la pared con caras de eterno aburrimiento, en la calle ya se iban formando varios grupos de personas, tocan algún instrumento, cuentan alguna historia, hacen malabares o dibujan y algunos venden cosas, mientras otros caminan mirando, escuchando y hablando, es viernes y la séptima está viva, como desde hace muchos años; el centro de la ciudad es un lugar curioso, es agreste, difícil, sucio y a veces implacable, pero me hace sentir libre y alerta, y siempre hay cosas que ver, que aprender y sitios para comer, buenos sitios, a veces no son muy lujosos, pero hay buenas cosas para comer; estas son las situaciones curiosas que presenta el ser humano y la sociedad que ha construido; sonreí y seguí.

Se me pasaron dos buses, y otro más que no quiso parar, —!Ah¡, gran hijueputa —dije en  voz baja mientras seguía caminando y esperando, camine unos minutos más hacía oriente sobre la calle 19, paso el bus, iba desocupado, acababa de hacer el retorno en su ruta y empezaba de nuevo, subí y me senté en el costado derecho contra la ventana, en la última silla antes de la puerta de atrás, a unas pocas cuadras ya había un puñado de personas dentro del bus.

Antes de llegar a la calle 26 ya estaba cabeceando, y me dormía por algunos minutos, en un momento que me desperté a la altura del cementerio central subió una señora de unos 60 años, busco silla y terminó eligiendo donde yo estaba, me sonrió.

—Gracias —dijo mientras me sonreía y se acomodaba.
—Tranquila —dije mientras le devolvía las sonrisa y volvía a mirar a través de la ventana para volver a dormirme.

Desperté de nuevo abajo de la Universidad Nacional, cerca a la Hemeroteca, ya no estaba la señora, en su lugar había un muchacho, no más de 20 años, flaco y alto y no cabía bien en el sitio, iba dormido, la cabeza se le balanceaba mientras el bus rodaba. Volví a dormirme, el trancón iba a ser largo.

Desperté llegando al aeropuerto, el muchacho seguía al lado, y la cabeza se le movía como a los perritos de juguete que ponen como adorno en los carros sobre el tablero, sobre todo los usan en los taxis; debía ir bastante cansado, o borracho o drogado. «Un don nadie» pensé. Miré por la ventana y el trancón era monumental, «Un don nadie, como yo. Sin nada ni nadie pero tranquilo, esa es la ventaja de andar en la orilla, de estar observando y pensando, usted está tranquilo. Un don nadie, sin nada de que preocuparse».

Me sentía sólo, vacío y un poco miserable pero feliz, sonríe y volví a dormirme.





Hasta la próxima.

 








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